martes, 13 de julio de 2010

La fuente sagrada!

LA FUENTE SAGRADA

 

Susurros in crescendo de guarangadas deseadas rompían el silencio de una noche primaveral.

El relumbre de la luna entrando por la ventana y el fulgor producido acaso por algún viejo farol de esa angosta callecita de San Telmo, reflejaban sobre tu cuerpo una especie de halo misterioso formando sombras y colores curvilíneos maravillosos.

Sentada sobre mis piernas te frotabas contra mí, suave, pero tenazmente, abrazando mi espalda con una mueca constante de calentura en tu rostro.

De tus gemidos brotaban incesantes sonrisas e incontables sonidos de placer.

Mi excitación aumentaba con la sola brisa de tu respiración en mi oído.

Sentía mi corazón aumentando su ritmo a pasos agigantados. Mi bóxer exprimiéndose contra la carne.

Estallando, explotando, reventando. Hirviendo por el roce, ardiendo por dentro y por fuera.

Tomaste mis manos y me empujaste contra el colchón que tirado en el piso se relamía y nos envidiaba.

Tu ropa interior desapareció como huyen los animales ante un posible sismo, un huracán o una tormenta.

 

Tomaste las riendas de la noche y comenzaste a galopar raudamente hacia esa luna testigo de la fornicación venidera.

 

Tu vulva, que ardía en aguas, dejo de restregarse sobre mi bóxer para correrse aceleradamente hacia mi boca. Me obligo a besarla, a lamerla, a saborearla. Me obligó con todo gusto, pero me obligó.

 

Tus movimientos pélvicos buscaban sobre mi cara el punto más áspero de mi lengua o un vértice suave de mis labios, con mi pera y la punta de mi nariz como topes a tu lujuria. Por momentos tu clítoris abusó de mi trompa, ahogándome, asfixiándome. De a ratos se me escurría entre los dientes y yo solo atinaba a apretarlo apenitas. Como degustando, como mordisqueando sin hacerlo.

 

Simplemente lamí y lamí y seguí lamiendo a las órdenes explicitas de tus vaivenes púbicos.

 

Lamí, relamí, caté, succioné, embebí mi boca en tu ungüento divino que de repente multiplicabase por doquier humedeciendo todo a su paso.

La noche aumentaba en intensidad y mi miembro explotaba de éxtasis aun sin haber sido el protagonista de la noche.

Tu cuerpo arqueado y extremadamente agitado, se tomó un respiro y cayendo hacia atrás aprovechaste ese envión para simplemente apoderarte ahora de mi sexo turgente. Tu candente vagina se apoderó de mi glande y te dejaste caer sobre mi falo unificando el griterío y los gemidos que ahora eran mutuos. De cero a cien sin mediar precaución alguna.

La luz reflejada en un espejo ovalado y vintage con marco de madera tallado a mano, relampagueaba aturdida por la vehemencia de los hechos que sacudían histéricamente las sábanas.

Tus caderas se estampaban violentamente contra las mías y tu clítoris no cesaba de apretarse contra mi pubis. Por unos instantes subías y bajabas permitiéndome ver cual cine triple xxx como mi pija brillaba de humedad y entraba y salía de tu sexo y al rato meneabas como perreo de un reggaetón iracundo llevando tu cola hacia atrás y hacia adelante con mi miembro completamente escondido en las profundidades de tu coño fervoroso.

Mi miembro crecía y endurecía con cada sacudida, haciéndole conocer sus límites de firmeza y éxtasis. Tus manos, amenazantes, parecían querer golpearme, cuando no lo hacían. Alguna cachetada, algún puño cerrado golpeando mi pecho como quien golpea la madera de una puerta sin timbre. Los orgasmos se te caían como se caen las hojas de los árboles en otoño. Lo podía sentir, apretando, estrujando con tus paredes vaginales a mí ya exprimido pene. Aunque nunca con dolor.

Y tú cara...

¡¡¡Ay esa cara!!! Cara depravada, degenerada y verborragica que reflejaba el intento de control para no pegarme más de la cuenta. Porque no era la idea. Sólo eran impulsos mezcla de ganas de parar y de seguir al mismo tiempo. Como reprimiendo ese sentimiento mezcla de amor, pasión, violencia e incredulidad.

¿Podía estar pasando todo esto?

La sábana estrujada se escurría entre mis dedos y tus uñas se hundían en mi pecho como las garras de un cachorro cuando amasan la mama de su madre al darles la teta. La vista perdida, el pelo estallado que caía enredado sobre tu semblante y flameaba como llamas de fuego que sacude el viento. 


Y...

En medio de todo esto...

 

Un estruendo increíble brotó de tus labios como un grito de guerra. Aturdía, estremecía verte temblar y contagiarme ese temblor fue cuestión de un solo apretón vaginal.

Mis piernas comenzaron a derretirse mezcladas en mieles, calientes, liquidas, derramadas.

Empapando todo a su paso, un chorro de tu néctar expulsado violentamente salió de tu sexo como nunca antes había visto jamás. Mi abdomen, mi pecho, hasta el huequito que se forma entre la nuez de adán y el esternón rebalsaban de tu jugo. Mi cola nadaba entre las sábanas, casi que flotaba. La cama, totalmente incontinente a esa altura, se convirtió en un océano en cuestión de alaridos y segundos.

Mi cuerpo, derretido entre traspiración mía y tuya, tu flujo desbordante y ese chorro imparable; se hundía en el colchón como fundiéndose, deshaciéndose en orgasmos casi espeluznantes.

Gritos, gritos, gritos.

Aullidos y gemidos mutuos fueron los protagonistas de los restantes minutos, segundo. ¿Horas? Imposible saberlo. El tiempo nunca fue tan inexistente como en ese entonces.

 

Respiraciones profundas y unos últimos instantes en el que tu vibrante sexo hizo explotar al mío dentro tuyo fueron el resultante de que tu cuerpo caiga rendido sobre el mío. Mezclándonos juntos entre tanto líquido. Volviéndonos una acuarela indeleble de puro placer y flojera muscular.

No hubo movimientos. Simplemente te desplomaste y me abrazaste. y te quedaste apoyada en mi pecho suplicando un rato de esa paz. de ese silencio.

Agotados, deshechos, nos quedamos así. Vos arriba mío, yo adentro tuyo, vos sobre mí, yo debajo tuyo. Sumergidos en un mar de pasión imposible de secarse jamás.

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